Recuerdo que algunos días nos llevaban andando en fila hasta los jardines de Méndez Núñez, lo que para nosotras era una distancia muy grande, ya que la Casa Cuna estaba entonces muy alejada del centro de la ciudad y detrás de ella estaba la antigua Granja Agrícola, por lo que por allí solo pasaban unos pocos coches, los camiones del Ejército y el trolebús de Carballo.
Cuando nos llevaban a los jardines, nos daban una bolsita de trapo con la merienda que muchas veces ya nos comíamos por el camino, aunque otras nos obligaban a tomarla sentadas ya en el centro, acompañadas por las monjas y sin poder movernos de aquel lugar, ya que si nos perdíamos de vista nos castigaban.
Cuando cumplí los ocho años tuve la suerte de que mis tíos de Madrid, Ramón y Lola, me sacaron de la Casa Cuna y me criaron, por lo que puedo decir que desde ese momento fueron mis verdaderos padres. Durante los años que viví en Madrid trabajé como aprendiz en un laboratorio de perfumes y, como mis tíos, no quisieron que dejara de ver a mi madre, me mandaban todos los años a pasar unos días a su casa.
Una de esas visitas me valió para conocer a un amigo de la infancia del cual no me acordaba, Juan Gestal Riveiro, quien después se convertiría en mi marido. Mi reencuentro con él se produjo cuando sacudía una alfombra en la ventana y no me enteré de que él pasaba por debajo, por lo que me llamó la atención y al verme me preguntó si me acordaba de él, ya que algunas veces había ido con su madre y la mía a visitarme a la Casa Cuna.
Aquel momento fue el comienzo de nuestra relación, que poco tiempo después nos llevaría hasta el altar, tras lo que llevamos más de 40 años casados de total felicidad, en los que hemos tenido dos hijas, Yolanda y María Elena. Gracias a estos años, pude olvidar los malos momentos que viví en mi niñez en la Casa Cuna, hasta que mis tíos me sacaron de allí.
En nuestra juventud pasábamos los fines de semana en los bailes del Finisterre, Círculo de Artesanos, La Granja y El Seijal, tanto en invierno como en verano, aunque en esa temporada también acudíamos en pandilla a La Solana y a la playa de Santa Cristina. Cuando paseábamos por los calles de los vinos nos pasábamos unos buenos ratos en bares como La Bombilla, Siete Puertas, Otero, Oasis y Victoria, que siempre estaban llenos de gente, por lo que había que espabilarse para conseguir una mesa, en la que después nos pasábamos toda la tarde contándonos las cosas que nos pasaban a diario.
Durante mi noviazgo, como vivíamos cerca del cine Monelos, acudíamos al mismo casi todos los días, ya que era un cine de barrio muy acogedor y cada dos días después cambiaba de película. En Semana Santa, aprovechábamos para hacer entre todos una excursión a Sevilla para vivir de cerca las procesiones. Lo peor era el viaje en autocar hasta allí, porque se tardaban muchas horas en llegar y lo hacíamos baldados.
Una vez casada, mi marido no quiso que trabajara y, como tenía mucho tiempo libre, algunas de mis amigas me convencieron para que entrara en la coral de la que formaban parte, en la que sigo después de más de veinte años.
El texto procede de ; http://blog.laopinioncoruna.es/laciudadquevivi/2010/06/27/una-infancia-en-la-casa-cuna/
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