lunes, 29 de abril de 2013

El autor español más representado en el mundo.

Pic-Nic, de Fernando Arrabal

Pic-Nic, de Fernando Arrabal (Pique-nique en campagne, 1962), es una obra teatral muy breve que denuncia el absurdo de la guerra a través de personajes ignorantes e inocentes y el traslado al contexto bélico de las soluciones de la vida civil y cotidiana. Sería una obra cómica —que en ocasiones recuerda a Gila— si el final no dejara helado el optimismo. Parece fácil de adaptar para las tablas de un instituto; requiere cuatro actores principales y dos secundarios.
Zapo es un soldado de trinchera, que se encuentra solo entre el fragor de las bombas y las
ametralladoras. Cuando este se interrumpe, saca un jersey a medio tejer y lo continúa. Suena el teléfono de campaña, que traerá las órdenes del capitán sin que oigamos su voz. Zapo demuestra no estar al cabo de lo que se espera de él («Y las bombas, ¿cuándo las tiro? ¿Pero, por fin, hacia dónde las tiro, hacia atrás o hacia adelante? … No se ponga usted así conmigo, no lo digo para molestarle»).
Nada más colgar, recibe la visita de sus padres, los señores Tepán, dos personajes ceremoniosos y plenamente sociales: la primera frase del padre es: «Hijo, levántate y besa en la frente a tu madre». El padre recuerda la guerra en la que estuvo él (aquello sí que eran buenas guerras, con caballos y todo) y la madre da otra pista de los ojos con los que se quiere ver la situación al afirmar que sabe bien de qué color era el uniforme de los enemigos porque aparecía en sus juegos infantiles. A Zapo lo tratan como a un niño: se le dice que es de mala educación sentarse a la mesa con fusil y la madre lo examina y reprende por no haberse lavado bien. Se ponen a comer.
SR. TEPÁN. —Qué, hijo mío, ¿has matado mucho?
ZAPO. —¿Cuándo?
SR. TEPÁN. —Pues estos días.
ZAPO. —¿Dónde?
SR. TEPÁN. —Pues en esto de la guerra.
ZAPO. —No mucho. He matado poco. Casi nada.
SR. TEPÁN. —¿Qué es lo que has matado más, caballos enemigos o soldados?
ZAPO. —No, caballos no. No hay caballos.
SR. TEPÁN. —¿Y soldados?
ZAPO. —A lo mejor.
SR. TEPÁN. —¿A lo mejor? ¿Es que no estás seguro?
ZAPO. —Sí, es que disparo sin mirar. (Pausa.) De todas formas, disparo muy poco. Y cada vez que disparo, rezo un Padrenuestro por el tío que he matado.
SR. TEPÁN. —Tienes que tener más valor. Como tu padre.
SRA. TEPÁN. —Voy a poner un disco en el gramófono.
Después de escuchar un poco de música, entra un soldado enemigo, que viste como Zapo, salvo el color del uniforme. Es Zepo. «Ambos se ponen manos arriba llenos de terror.» Al fin, Zapo lo detendrá, primero con un «¡Manos arriba!» y luego con un «¡Pan y tomate para que no te escapes!».
En adelante, todos dialogan sobre qué conviene hacer. Atan al prisionero, que protesta cuando le hacen daño al atarlo («Hijo, no seas burro. No maltrates al prisionero», dirá el padre. «Ahora te vas a ganar que te tome tirria»). Por ilusión, Zapo se hace una foto con el pie sobre la tripa del prisionero, no sin antes pedirle permiso («Ande, diga que sí». «Bueno. Pero solo por hacerles un favor»). A la hora de comer, invitan y animan al prisionero, que responde con las frases esperables del que está de visita y no quiere molestar («Bueno, si se ponen así, suéltenme las ligaduras. Pero solo lo digo por darles gusto»).
El padre se interesa por cómo le va la guerra a Zepo y surge un diálogo casi idéntico al que he reproducido más arriba. Zapo y Zepo son espejo el uno del otro; la misma ignorancia, el mismo hallarse fuera de lugar («Y usted, ¿por qué es enemigo?» «No sé de estas cosas. Yo tengo muy poca cultura»); si Zapo se entretiene tejiendo jerseys, Zepo hace flores de trapo. Han ido a la guerra sin saber, los dos por igual; y los generales les han contado lo mismo (ZA: «¿Todo igual?» ZE: «Exactamente igual» SRT: «¿No sería el mismo el que os habló a los dos?»).
La comida se interrumpirá por un bombardeo y a continuación entrarán los camilleros, fastidiados porque nunca encuentran «fiambres». El padre riñe a Zapo porque lo ve poco dispuesto a colaborar, y el camillero replica:
CAM. 1. —No se ponga usted así, hombre. Déjelo tranquilo. Esperemos tener más suerte y que en otra trinchera hayan muerto todos.
SR. TEPÁN. —No sabe cómo me gustaría.
SRA. TEPÁN. —A mí también me encantaría. No puede imaginar cómo aprecio a la gente que ama su trabajo.
Pero nada, por desgracia nadie tiene ni un rasguño («Yo tampoco», dirá Zepo, avergonzado; «Nunca he tenido suerte»). La madre se había cortado al pelar las cebollas, pero, ¡qué se le va a hacer!, «las señoras no cuentan». Se despiden con una promesa del padre: «No se preocupen ustedes, si encontramos un muerto, se lo guardamos. Estén ustedes tranquilos que no se lo daremos a otros». «Esto es lo agradable de salir los domingos al campo. Siempre se encuentra gente simpática», comenta la madre.
Al final de la obra se aceleran las apuestas: los cuatro encontrarán un modo de parar la guerra, sencillo e infantil (SRT: «Tú le dices a todos los soldados de nuestro ejército que los soldados enemigos no quieren hacer la guerra y usted le dice lo mismo a sus amigos. Y cada uno se vuelve a su casa». A los generales y los cabos «les daremos unas panoplias para que se queden tranquilos»). Ponen otro disco para celebrarlo. No se oye nada, porque la madre «en vez de poner un disco, había puesto una boina». Suena la música, bailan y, de tan animados, no se dan cuenta de que se han reanudado los combates y «una ráfaga de ametralladora los siega a los cuatro». Entran los camilleros y baja el telón

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