Foto de Lisbeth Salas, Javier Tomeo
Historias mínimas
Javier Tomeo
III
En el centro del escenario, COLOMBINA, con aire desconcertado.
COLOMBINA. (Mirando a derecha e izquierda.) ¡Pierrot! ¡Pierrot! ¿Dónde estás?
Silencio, solo turbado por el cuchicheo del público, que se mantiene a la expectativa.
COLOMBINA. (Avanzando un par de pasos) ¡Pierrot! ¡Amor mío! ¿Dónde estás?
Silencio.
COLOMBINA. ¡Pierrot! ¡Mi dulce amado! ¿Dónde te escondes?
PIERROT. (Invisible, con voz de bajo) ¡Aquí estoy, amor!
COLOMBINA. ¿Dónde? ¿Dónde?
PIERROT. (Siempre invisible.) ¡Aquí, princesa mía!
COLOMBINA. (Con un gracioso mohín de enfado, apretando sus puñitos de porcelana) ¡Anda, ven conmigo! ¡No me hagas sufrir más!
Pausa. Por la izquierda aparece una bota colosal que ocupa todo el escenario. La cabeza del individuo que la calza debe llegar a la altura de un quinto piso. COLOMBINA muere aplastada y, de inmediato, desciende el telón. Los espectadores, perplejos, se preguntan:
PRIMERO. ¿Fue real la muerte de Colombina?
SEGUNDO. ¿Fue, por el contrario, una farsa hábilmente montada?
TERCERO. ¿Pertenecería tal vez la bota al pie de un Pierrot anormalmente desarrollado?
CUARTO. ¿Pertenecería, por el contrario, al pie de ese gigante, que se complace aplastándolo todo?
IV
En el centro del escenario, sentados al pie de un árbol que ha perdido ya todas las hojas, vemos ahora a un HOMBRE y a una MUJER.
HOMBRE. (Mirando al frente, sin volverse hacia la mujer.) Oye.
MUJER. Qué.
HOMBRE. Dame tu ojo izquierdo.
Pausa. La MUJER se desenrosca su ojo de cristal y se lo alarga al compañero.
HOMBRE. (Recogiendo el ojo, que se guarda en el bolsillo cerillero de la chaqueta.) Ya sabes que te prefiero tuerta, Manuela.
Silencio. El HJOMBRE y la MUJER continúan inmóviles, indiferentes al coro de risotadas que se ha levantado en el patio de butacas
X
CAMPESINO plantando árboles y HOMBRE solitario. Se aproxima la hora solemne del ocaso. El hombre, que ha recorrido todos los caminos del mundo, suspira profundamente.
HOMBRE: (Tras un largo silencio.) Oiga.
CAMPESINO: Qué.
HOMBRE: (Con voz cansada.) Plánteme también a mí.
CAMPESINO: (Sorprendido.) ¿Cómo?
HOMBRE: Que me plante.
CAMPESINO: (Sin ceder en su sorpresa.) ¿Por qué?
HOMBRE: Estoy cansado.
CAMPESINO: ¿Y cómo quiere que le plante?
HOMBRE: Como si fuese un manzano.
CAMPESINO: ¿Está hablando en serio?
HOMBRE: Yo no sé ya hablar de otra forma.
Pausa. El CAMPESINO encoge los hombros, carga al HOMBRE sobre sus espaldas, le traslada al pequeño hoyo y le entierra hasta los tobillos. El HOMBRE, que ha abierto los brazos en cruz, levanta la mirada al cielo y se queda muy quieto, apenas sin respirar, esperando el milagro de una nueva primavera que le haga, por fin, fructificar.
XV
Interior de una casa. Puerta torcida y ventana torcida. Por detrás de los cristales, inclinada, la torre del campanario. Es un decorado extraño, en el que todo parece complacerse huyendo de la vertical.
Junto a la ventana, cosiendo, MADRE vestida de negro. De súbito, entra HIJO. Es un muchacho como de quince años.
HIJO. (Descompuesto.) ¡Madre! ¡Madre!
MADRE. ¿Qué ocurre, hijo?
HIJO. ¡El guardia, madre! ¡Me persigue!
MADRE. ¿Te persigue? ¿Por qué?
HIJO. ¡Vio como le tiraba piedras a la luna, madre!
MADRE. ¿Y eso qué importa?
HIJO. ¡La hice trozos, madre!
MADRE. (Sonriendo tristemente) ¿Y eso te preocupa?
HIJO. ¡La partí en cuatro pedazos!
MADRE (Acariciando la frente del hijo.) Mira, si la luna está rota, rota está, pero tú no me sudes.
HIJO. ¿Y el guardia?
MADRE. No te preocupes, no te encontrará nunca. Sólo puedo encontrarte yo que soy tu madre. Sólo yo puedo entrar en tu pecho y sentarme en ese extraño corazón tuyo.
Silencio. El HIJO apoya la cabeza en el regazo de su MADRE y sonríe.
XXI
Los dos esqueletos, con los huesos blanqueados por el sol, conversan sentados al socaire de la pared del cementerio.
ESQUELETO A. Oye.
ESQUELETO B. Dime.
ESQUELETO A. Lo peor que podemos hacer es desanimarnos.
ESQUELETO B. Sí, eso sería lo peor.
ESQUELETO A. Vendrán tiempos mejores, estoy seguro de eso.
ESQUELETO B. ¡Oh, desde luego! ¡Vendrán tiempos mejores!
ESQUELETO A. Se trata de saber esperar.
ESQUELETO B. Sí, se trata de eso.
ESQUELETO A. Los árboles volverán a ser verdes.
ESQUELETO B. Eso es: verdes. Y cantarán otra vez los pájaros.
ESQUELETO A. ¡Ah, qué agradable será entonces vernos regresados a la carne!
ESQUELETO B. ¿Crees que regresaremos también a la carne?
ESQUELETO A. ¿Quién lo duda?
ESQUELETO B. (Nostálgico.) Eso sería estupendo.
ESQUELETO A. (Tras una breve pausa.) ¿Cómo te llamabas antes?
ESQUELETO B. Juanito.
ESQUELETO A. ¡Anda pues, Juanito! ¡Levanta el corazón!
ESQUELETO B. (Mirando a través de sus costillas.) ¿Qué corazón?
ESQUELETO A. (Reconsiderando la situación, con acento súbitamente desesperanzado.) La verdad es que hicimos mal muriéndonos.
ESQUELETO B. Sí, hicimos mal.
ESQUELETO A. Perdimos el corazón.
ESQUELETO B. Sí, lo perdimos.
ESQUELETO A. Eso fue, sin duda, lo peor.
Silencio. El ESQUELETO B sopla a través de su propia tibia y brota una suave melodía, que ondula apenas la cabeza de las ortigas. Al conjuro de la música, las serpientes de hace cien años –apenas un rosario de menudas placas óseas – tratan inútilmente de erguirse como en los viejos tiempos de la ponzoña fulminante.
XXIV
Aldea y páramo. Sol de ocaso. PADRE e HIJO están sentado en la linde del camino que conduce al cementerio. Sobre la tierra húmeda, los gusanos avanzan gracias alas contracciones de una capa muscular sucutánea.
HIJO. Padre.
PADRE. Dime.
HIJO. (Alargando el brazo y señalando el horizonte). Mira aquel molino.
PADRE. ¿Dónde ves tú un molino?
HIJO. Allí.
PADRE. Aquello no es un molino, hijo.
HIJO. ¿Qué es, entonces?
PADRE. Un gigante.
HIJO. ¿Un gigante?
PADRE. No hay duda. Fíjate bien. Ahora está quieto, oteando el paisaje. Pero dentro de un momento se pondrá a caminar y a cada zancada avanzará una legua.
HIJO. (Tras un intervalo de silencio). Padre.
PADRE. Dime.
HIJO. (Con voz compungida). Yo no veo que sea un gigante.
PADRE. Pues lo es.
HIJO. ¿Un gigante con puertas y ventanas? ¿Un gigante con tejas y aspas?
PADRE. Un gigante.
HIJO. (Tras una pausa). Padre.
PADRE. Dime.
HIJO. Yo sólo veo un molino.
PADRE. ¿Cómo? ¿Un molino?
HIJO. Sí, un molino. El mismo de siempre.
PADRE. (Con voz grave). Tomás.
HIJO. Qué.
PADRE. (Volviendo lentamente la cabeza y mirando en derechura a los ojos del hijo). Me preocupas.
Silencio. PADRE e HIJO permanecen inmóviles, sin cambiar ya más palabras. Llega por fin la noche y la luna se enciende.
XXIX
DOS HOMBRES sentados en un banco del parque. Ha llegado la primavera y los pájaros se aparejan. Abajo en la tierra húmeda, la república de las hormigas, estremecida, asiste al parto de la voluminosa reina.
HOMBRE A. Ragshsj kdioop.
HOMBRE B. Jkyuuio ertdgfko.
HOMBRE A. Ioerp Gsthdj.
HOMBRE B. Tqaaaq ertsgn.
HOMBRE A. (Insistiendo.) Qerruo iop.
HOMBRE B. (Con expresión divertida, como si pudiese entenderse con su compañero.) ¿Ajll yuupr alms?
HOMBRE A. (Levantando la mirada al cielo, con aire aburrido y desesperado a un tiempo.) Casrhg mmkskp ewwsytrf.
HOMBRE B. ¿Qweikd deiitrop?
HOMBRE A. Jkkñaaaank.
HOMBRE B. (Llevándose las dos manos el vientre.) ¡Ja, ja, ja!
Silencio. A Partir de este momento, los dos hombres se ignoran completamente. Abajo, en la tenebrosa madriguera, las hormigas aclaman al unísono el parto real