Valle-Inclán.
En un jardín del palacio del rey Micomicón. Jardín con rosas y escalinatas de mármol, donde despliegan su cola dos pavos reales. Un lago y dos cisnes. En el laberinto de mirtos, al pie de la fuente, está llorando la hija del Rey. De pronto aparece ante sus ojos el príncipe Verdemar, disfrazado de bufón.
El príncipe Verdemar. —¡Señora Infantina! La Infantina. —¿Quién eres? El príncipe Verdemar. —¿Por qué me preguntas quién soy cuando mi sayo a voces lo está diciendo? Soy un bufón. La Infantina. —Me cegaban las lágrimas y no podía verte. ¿Qué quieres, bufón? El príncipe Verdemar. —Te traigo un mensaje de las rosas de tu jardín real. Solicitan de tu gracia que no les niegues el sol. La Infantina. —El sol va por los cielos, mucho más levantado que el poder de los reyes. El príncipe Verdemar. —El sol que piden las rosas es el sol de tus ojos. Cuando yo llegué ante ti, señora mía, los tenías nublados con tu pañuelito. La Infantina. —¿Qué pueden hacer mis ojos sino llorar? El príncipe Verdemar. —Por unos soldados supe tu desgracia, Señora Infantina. Dijeron también que estabas sin bufón, y aquí entré para merecer el favor de servirte. Ya sólo para ti quiero agitar mis cascabeles, y si no consigo alegrar la rosa de tu boca, permíteme que recoja tus lágrimas en el cáliz de esta otra rosa. La Infantina. —Pero, ¿en verdad eres lo que representa tu atavío? El príncipe Verdemar. —¿Por qué lo dudas? La Infantina. —Porque tienen tus palabras un son lejano que no cuadra con tu caperuza de bufón. El príncipe Verdemar. —Todos los bufones somos hermanos, pero una misma canción puede tener distintas músicas. ¿Quieres tomarme a tu servicio, gentil señora? Mis cascabeles nunca te serán inoportunos. La Infantina. —Poco tiempo durarías en mi servicio. El príncipe Verdemar. —¿Poco? La Infantina. —Si conservas esta rosa, puede durar más tiempo en tus manos. ¡Hoy es el día de mi muerte! Para salvar el reino debo morir entre las garras del Dragón. El príncipe Verdemar. —Conservaré la rosa hasta mañana. La Infantina. —Bufón mío, prométeme que irás a deshojarla sobre mi sepultura. El príncipe Verdemar. —Tú no morirás, Infantina. Mañana cortarás en este jardín otra rosa para tu bufón, que te saludará con la más alegre música de sus cascabeles de oro.
Valle-Inclán, La cabeza del dragón (adaptación).
Jardiel Poncela.
NOVIO. —Toma; dale a tu madre este periódico mejicano que he cogido de la oficina. Trae crimen. NOVIA. —¿Qué trae crimen? ¡Anda, qué bien! Así nos dejará tranquilos... (Siguen hablando aparte.)
JOVEN 2.º. —(Al joven 1.º) ¿Y cómo tú aquí, tan lejos de tu barrio? JOVEN 1.º. —Por ver a la Greta y a «Robert Tailor». No tengo dinero para ir cuando las echan en el centro... Y yo de «Tailor» no me pierdo una... ¡Qué tío! ¿Cómo se las arreglará pa tener el pelo tan rizao? Un dedo daba yo por tenerlo igual. JOVEN 2.º. —Pues haz lo que Manolo el encargao del bar Nueva York, que tenía el pelo tan liso como una foca, y en un mes se le ha puesto que parece que lleva la permanente. JOVEN 1.º. —¿Y qué es lo que ha hecho Manolo pa ondularse? JOVEN 2.º. —Se lo untaba bien untao con fijador, y luego se tiraba de cabeza contra los cierres metálicos del establecimiento. JOVEN 1.º. —¡Ahí va, qué sistema! JOVEN 2.º. —Pues aguantando el cráneo, no falla. NOVIA. —Tome, madre: un periódico mejicano que he encontrao esta mañana en el taller. Se lo he guardao a usté porque trae crimen. (Le da el periódico.) MADRE. —¿Que trae crimen? (Lo coge con ansia.)
NOVIA. —Entero y con tos los detalles. JOVEN 2.º. —¡Qué alegría me das! Porque como hace una porción de tiempo los periódicos nuestros no traen crímenes, se me va a olvidar el leer. ¿Dónde está el crimen? (Mirando el periódico.) Esto debe de ser... (Leyendo.) «Tranviario muerto por un senador».
Enrique
JOVEN 2.º. —(Al joven 1.º) ¿Y cómo tú aquí, tan lejos de tu barrio? JOVEN 1.º. —Por ver a la Greta y a «Robert Tailor». No tengo dinero para ir cuando las echan en el centro... Y yo de «Tailor» no me pierdo una... ¡Qué tío! ¿Cómo se las arreglará pa tener el pelo tan rizao? Un dedo daba yo por tenerlo igual. JOVEN 2.º. —Pues haz lo que Manolo el encargao del bar Nueva York, que tenía el pelo tan liso como una foca, y en un mes se le ha puesto que parece que lleva la permanente. JOVEN 1.º. —¿Y qué es lo que ha hecho Manolo pa ondularse? JOVEN 2.º. —Se lo untaba bien untao con fijador, y luego se tiraba de cabeza contra los cierres metálicos del establecimiento. JOVEN 1.º. —¡Ahí va, qué sistema! JOVEN 2.º. —Pues aguantando el cráneo, no falla. NOVIA. —Tome, madre: un periódico mejicano que he encontrao esta mañana en el taller. Se lo he guardao a usté porque trae crimen. (Le da el periódico.) MADRE. —¿Que trae crimen? (Lo coge con ansia.)
NOVIA. —Entero y con tos los detalles. JOVEN 2.º. —¡Qué alegría me das! Porque como hace una porción de tiempo los periódicos nuestros no traen crímenes, se me va a olvidar el leer. ¿Dónde está el crimen? (Mirando el periódico.) Esto debe de ser... (Leyendo.) «Tranviario muerto por un senador».
Enrique
Alejandro Casona.
FRIDA. —¿Te estorbo? ESTELA. —Al contrario; te lo agradezco. Hace mucho tiempo que no nos vemos. FRIDA. —No es mía la culpa; pero cuando vengo te encuentro tan distante, tan lejos... Trato de hablarte y ni siquiera me oyes; como si estuvieras en otra cosa. ESTELA. —Para mí no hay otra cosa. Siempre estoy en la misma. FRIDA. —¿Por qué ese afán de atormentarte? Muchas en el pueblo pasaron antes lo que pasas tú, y supieron resistir. Hay que respetar la voluntad de Dios. ESTELA. —Ellas podían hacerlo si lo creían así. Pero la muerte de Peter no la quiso Dios. FRIDA. —¿Quién maneja el viento? ESTELA. —No fue un golpe de viento lo que lo empujó al despeñadero. Fue la mano de un hombre. FRIDA. —¿Sigues pensando que hubo un culpable? ESTELA. —Yo lo vi desde esa ventana. Pero de nada me sirvió gritar. Fue de repente, como un relámpago de sombra. Lo vi lanzarse contra él a traición, y desaparecer luego en la noche. FRIDA. —¿Por qué no dijiste eso cuando el juez te preguntó? ESTELA. —No podía jurar quién fue. Y, aunque pudiera, no me dejaría el miedo. Tú sabes cómo querían todos a Peter; si yo señalara al culpable, el pueblo entero lo arrastraría por esa misma cuesta. FRIDA. —Comprendo que te apartes de todos. Pero de mí, ¿por qué? Desde tu puerta a la mía, hay apenas cien pasos para venir yo; para ir tú, como si hubiera cien leguas. ESTELA. —Quiero vivir clavada aquí, como ese remo. Lo poco que me queda, todo está aquí dentro