En el período comprendido entre las guerras napoleónicas y la coronación de la Reina Victoria, el Londres que nos describe Boz, seudónimo con el que Dickens firmaba sus artículos, era más que el mundo cubierto de niebla, una ciudad pobre pero digna de apariencia, plagada de oficinistas, panaderos cubiertos de hollín y sacristanes resfriados. Se estaba convirtiendo en la gran metrópoli del planeta, como cuenta A. N. Wilson en su imprescindible semblanza urbana de la capital del Támesis. Su población crecía por encima de cualquier previsión: de los 865.000 habitantes que tenía a principios del siglo XIX aumentó a un millón y medio. Lo que no se llevaba el hambre, iba al otro barrio por culpa de la insalubridad que se respiraba en las calles: el río era, como lo describió el propio Disraeli, «una charca estigia con horrorres indescriptibles e insoportables». De ahí surge el elenco dickensiano: sacabultos del río, ladrones de cadáveres, deshollinadores, pescaderos, pasantes de bufete ávidos por medrar o por salvarse de la humillación cotidiana, bedeles, propietarias de casas de huéspedes y de burdeles, niños harapientos que parecen ratas atemorizadas, etcétera.
En sus sketches, Boz relata esa vida, producto de patear las calles de Londres por el día y por la noche, como el febril y desquiciado maestro de Our mutual friend (Nuestro común amigo), con la libreta en la mano, sin perder detalle. Scotland Yard, la prisión de Newgate, los Vauxhall Gardens, el «espléndido» anfiteatro Ashley; Wapping Workhouse, «horrible edificio de moda»; Greenwich Fair, «una fiebre de tres días que hiela la sangre los seis meses siguientes»; los gin shops de Saint Giles, Holborn y Covent Garden, «la suciedad de las grandes arterias es mayor que la de cualquier otro lugar de la ciudad».
Londres aterraba por su miseria y a la vez era la ciudad más poderosa; a ella y a Dickens se debe el más maravilloso retrato de la humanidad del siglo XIX.
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